viernes, 29 de abril de 2011

Mal de escuela (Pennac, 2007). Capítulo n.º 3

LO, O EL PRESENTE DE ENCARNACIÓN
Nunca lo conseguiré.

     Me ha costado entender el inicio del capítulo por  ya que no acababa de comprender lo que quería decir Pennac con el concepto del “Lo”, pero a medida que he ido avanzando he ido captando la idea que quería transmitir. Me ha gustado el capítulo ya que en él he podido conocer una pequeña parte de cómo enseñaba Pennac cuando era profesor. Tenía mucha curiosidad en saber su manera de dar clase después de haber leído en los anteriores capítulos y conocerlo un poco como persona. Aquí le conocemos un poco como profesor. En los siguientes párrafos comentaré algunos de los aspectos que toca.
     De los inicios de capítulo, lo que más me ha gustado es la reflexión que hace Daniel sobre lo que es “enfrentarse” por primera vez a una serie de alumnos para librarles del miedo y posteriormente en el día a día. Quiero destacar la certeza que tiene él sobre cómo involucrar a los alumnos en la clase, “la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía: de mi presencia en la clase entera y en cada individuo en particular, de mi presencia también en mi materia, de mi presencia física, intelectual y mental, durante los cincuenta y cinco minutos que durará mi clase” (Pennac, 2007:111). Y no le falta razón, ya que yo he vivido (y sigo viviendo), situaciones en las cuales no logro entrar en la dinámica de la clase y estar físicamente en el aula y mentalmente en otro lugar. Normalmente se le recrimina al alumno por esto, pero como dice Pennac, también es responsabilidad del profesor el lograr involucrar al mayor número de alumnos posibles, y eso se consigue centrándose al 100% en todos los aspectos que menciona el autor en la anterior cita.
     Me ha resultado muy curioso el conocer cómo utilizaba Pennac el dictado para enseñar a sus alumnos. Como el mismo reconoce con asombro, muchos (incluido yo ya que lo viví en primaria y secundaria con mucho pavor), vemos el dictado como un método reaccionario y antiguo. A pesar de que sigo sin tenerle mucho aprecio al dictado, ha sido de gran gusto el conocer cómo introducía a los alumnos este método desde la improvisación para quitarle hierro al asunto. Cómo lo utilizaba para ir conociendo los distintos tipos de palabras, y posteriormente cómo los alumnos iban aprendiendo a razonar por ellos mismos y acabar corrigiendo los dictados de cursos superiores. Visto de esta forma, el dictado puede ser educativo y de provecho, pero cuando yo los hacía, no nos parábamos con detenimiento a reflexionar sobre cada una de las palabras, lo que le restaba valor de aprendizaje y terminaba siendo una nota más a la que todos temíamos. También veo interesantísimo la selección que realizaba Pennac sobre la temática de los dictados. Sirviendo estos para familiarizar a los alumnos con la literatura de calidad. ¿Por qué un niño de secundaria no va a poder razonar un texto de Montesquieu? Claro que sí, que se puede, pero siempre desde la aproximación y la razón y no desde la imposición y el temor.
     En la línea de lo anterior, también me ha gustado el tramo del capítulo en el cual el autor explica como enseñaba a partir del aprendizaje de textos. Hoy en día esto creo que ya no se hace, está desfasado. De hecho yo únicamente me aprendí un par de poemas de forma voluntaria,  no recuerdo que me mandaran aprenderme alguno de forma obligatoria. Me he quedado alucinado ante el tipo de textos que aprendían sus alumnos, textos que son complejos, pero que sin embargo, Pennac y sus alumnos los iban descomponiendo hasta lograr entenderlos. Comparto totalmente la idea de que el comprender ayuda al perder miedo al texto. Tengo que reconocer que me he quedado alucinado con la anécdota de la cena de bachillerato en la cual los alumnos hicieron un desafío de citas combinando fragmentos de distintos textos y recitándolos en orden inverso.
     En las páginas finales del capítulo, se nota el aprecio y amor que sentía Pennac por sus alumnos, muchos de ellos estudiantes como lo fue él, un alumno “especial”. Alumnos con pérdida de confianza, renuncia a cualquier esfuerzo, incapacidad de concentración, miedo, etc. Lo fundamental es que Pennac les demostraba que se preocupaba realmente por ellos, que eran sus alumnos y que no les abandonaría (recomiendo leer la página 143). También me ha gustado la reflexión que realiza sobre la conveniencia de no evaluar las respuestas absurdas, es algo que nunca me había planteado, como él mismo señala, “la respuesta absurda se distingue de la errónea en que no procede de ningún intento de razonamiento. Suele ser automática, se limita a un acto reflejo”. (Pennac, 2007:149).  Si un profesor acepta una respuesta absurda como errónea se anula como profesor, ya que deja realmente de preocuparse por el alumno.
     Para finalizar os adjunto los dos fragmentos que más me han gustado de este capítulo, creo que en ambos se muestran dos de los problemas principales de la enseñanza en las escuelas. El primero de ellos, Pennac compara la naturaleza de una clase con la de una orquesta. Me parece una metáfora fenomenal con la que me siento muy identificado y os invito a reflexionar a partir de lo que dicen las dos últimas líneas:

“Cada alumno toca su instrumento, no vale la pena ir contra eso. Lo delicado es conocer bien a nuestros músicos y encontrar la armonía. Una buena clase no es un regimiento marcando el paso, es una orquesta que trabaja la misma sinfonía. Y si has heredado el pequeño triángulo que solo sabe hacer ting ring, o el birimbao que solo hace bloing bloing, todo estriba en que lo hagan en el momento adecuado, lo mejor posible, que se conviertan en un triángulo excelente, un birimbao irreprochable, y que estén orgullosos de la calidad que su contribución confiere al conjunto. Puesto que el gusto por la armonía les hace progresar a todos, el del triángulo acabará también sabiendo música, tal vez no con tanta brillantez como el primer violín, pero conocerá la misma música.
[…] El problema es que queremos hacerles creer en un mundo donde solo cuentan los primeros violines.
[…] Y que algunos colegas se creen unos Karajan que no so portan dirigir el orfeón municipal. Todos sueñan con la Filarmónica de Berlín, lo que es comprensible...”
(Pennac, 2007: 115-116).
     El segundo fragmento también me ha dado mucho sobre qué pensar, además, he vivido situaciones muy similares a las que describe Daniel:

  
  “Sí, al escuchar el zumbido de nuestra colmena pedagógica, en cuanto nos desalentamos, nuestra pasión nos impulsa primero a buscar culpables. El sistema educativo parece, por otra parte, estructurado para que cada cual pueda designar cómodamente al suyo:
—Pero ¿en el parvulario no les han enseñado a comportarse? –pregunta el maestro de escuela ante unos chiquillos inquietos como bolas del «flipper».
—Pero ¿qué han hecho en primaria? –maldice el profesor de secundaria al recibir a sus alumnos, a quienes considera iletrados.
—¿Alguien puede decirme qué han aprendido hasta ahora? –exclama el profesor de instituto ante la propensión de sus alumnos a expresarse sin vocabulario.
—¿Realmente han ido al instituto? –se pregunta el profe de facultad al corregir sus primeros exámenes.
—¡Explíquenme qué coño hacen en la universidad! –berrea el industrial ante sus jóvenes empleados.
—La universidad forma exactamente lo que su sistema desea –responde un empleado, no tan tonto–: ¡esclavos incultos y clientes ciegos! Las grandes escuelas formatean a sus capataces, perdón, sus «ejecutivos», y sus accionistas hacen girar la manivela de los dividendos.
—Fracaso familiar –deplora el Ministerio de Educación Nacional.
—La escuela ya no es lo que era –lamenta la familia”.
(Pennac, 2007: 154).

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